El año de la muerte de Emily fue duro para toda la familia. Muchas fueron las noches en las que recordar su funeral me atormentaba y no me dejaba dormir. Sufría pesadillas y tenía ataques de llanto. Un sueño muy recurrente era uno en el cual Emily tenía su ataúd abierto y me extendía la mano para no ser llevada al entierro, pero yo corría mientras veía que la llevaban y no podía alcanzarla, mis piernas iban en cámara lenta. Luego de eso escuchaba un grito y me despertaba.
Mis padres decidieron llevarme a una psicóloga infantil. En vano fueron esas sesiones, es decir, sí lograban calmarme, pero jamás me quitaron la culpa.
Sin embargo, tenía un amigo que me recordaba lo bueno de ser niña. Su nombre era Peter, y era mi vecino de al lado. El entendía lo bueno del campo, lo bueno de correr, lo bueno de la infancia. Muchas veces me hizo olvidar de totalmente todos los problemas. Recuerdo que decía que no debía preocuparme, que mi hermanita seguramente estaba en un mundo mejor y que no tenía ningún rencor hacia mí, lo cual quise creer siempre.
Sin embargo, veía como mis padres cambiaban. Peleaban más, parecía haber siempre más tensiones en casa, y más soledad. Esos eran los momentos en los que más amaba salir afuera y buscar a Peter, la única persona con la que sentía que podía ser yo misma, y con la que rara vez recordaba a Emily. Esos años entre árboles, pasteles y juegos fueron muy reconfortantes para mi. Era hermoso poder crecer juntos, y compartir aventuras de niños. Definitivamente, no quería crecer jamás.
Pero uno crece, y los años pasaron, para solamente empeorar mi mundo, y mi alrededor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario